Ya casi todo el mundo había pasado por frente al difunto. Tal vez eso sencillamente era la calma antes de la tormenta, el ojo del huracán, el estallido que antecede a la erupción final. Y como no podía ocurrir de otra manera, la gota que colmó el vaso, o se podría decir mejor, el par de gotas.
Cada uno de forma independiente y casi al unísono, el párroco de la iglesia, Salvatore y el señor Fernández, uno de los candidatos a las próximas elecciones para la alcaldía, comenzaron a dar sus palabras en “homenaje” póstumo al señor Julio, lo que rápidamente se convirtió en una batalla a dos voces, con un público expectante y un cadáver de por medio. Celeste era uno de los pocos lugares que existe donde la política y la religión no van de la mano. Salvatore hablaba de la grandeza del padre celestial, como se valió de un alma atormenta que corría por Celeste diciendo cosas sin sentido, para que todos salieran de sus casas y pudieran ver la enorme señal luminosa que había dejado en el cielo a modo de advertencia como una luz celeste, de que las aguas esa noche en Celeste se elevarían. Mientras que por su parte el señor Fernández exaltaría la figura de un ciudadano que supo ser ejemplo para todos y advertirle en alguna forma del desastre. ¿Para qué hablar a medias? Quien no sabía ya, que luego de esto se quitó la vida, pero en su locura salvó a mucha gente, aunque no faltaron las pérdidas materiales. Fernández prometió que si era elegido como alcalde de Celeste repondría todo lo que el agua se llevó.
Tal espectáculo fue demasiado para Sara, la arrebataba esa extraña combinación entre la rabia y la impotencia, dio un paso hacia lo astral, aunque permaneció en el mismo sitio inamovible, su hijo le había salvado la vida a tanta gente, más esto no consiguió alargar la suya, por lo menos, su alma había logrado atravesar el humbral y a su paso por el cielo dejó una brillante estela azul.
Todo lo que sentía se manifestó en la forma de un fuerte viento, el cual azotaría esa tarde a Celeste, ese fue el punto culminante, los restos del señor Julio fueron sembrados y todos los asistentes al funeral se marcharon a sus casas, claro todos los que no residían permanentemente allí.
Por fin la madre de Julio tuvo algo de paz al sentir que por lo menos el cascaron vacío que alguna vez contuvo el alma de su hijo, le haría compañía por siempre, en esta nueva casa, sin puertas ni ventanas.