Título: El Umbral.
Sara Soa no lloraba a su hijo y nadie entendía el porqué, su mirada reflejaba un rencor incontenible como si quien ahora estuviera vistiendo la “chaqueta de madera” fuera la causa de infinitos males. Pero no era rencor lo que sentía, si es que se puede decir que eso que experimentaba era un sentimiento, su bien más preciado había dejado de serlo en un instante, y de este solo había quedado el cascaron sin vida en una caja. ¿Debería llorar por eso? O acaso debería concentrar el hervidero que la recorría en odiar a los asistentes al entierro, de los cuales algunos si lloraban. Sara recordó por un instante que la hipocresía humana no tenía limites, porque no, esas lágrimas no podían ser de remordimiento. El desconsuelo consumía a la señora Soa, mas no lloraba.
Uno a uno se acercaban los asistentes a aquel híbrido, entre ritual y espectáculo que constituye un entierro, a mirarle la cara al difunto como dictaba la tradición. Todos habían asistido a la despedida del señor Julio, desde los más acaudalados hasta los más humildes, nadie quería perderse el entierro del “loco” o tal vez “el profeta” de Celeste.
Sara los miraba con un latente desprecio, exceptuando a la joven señorita Mary, quien a pesar de las habladurías del pueblo sobre la cordura de su hijo lo escuchó siempre, y ahora sollozante se acercaba a darle su último adiós del brazo de su prometido:
_Al final no pude hacer nada por el señor Julio, tal vez si le hubiera prestado más atención, o si ese día…
Un hueco en el pecho de Mary, parecía ensancharse con cada palabra, remordimiento, una pisca de culpa y hay estaba, volviéndose gris. Marco no se encontraba alegre al verla en ese estado, aunque sentía cierto alivio, temía que su amor enloqueciera por escuchar tanto tiempo a aquel loco.
_Hiciste todo lo que estuvo en tus manos, quien diría que el loco de Celeste… disculpa el señor Julio llegaría a tanto, tu eras la única que le prestaba atención, y al final de alguna forma si tuvo razón.
_Eso me hace sentir aún más culpable, no creo poder olvidar lo que pasó, creo que nadie en esta ciudad podrá hacerlo…
_Hay cosas inexplicables en esta vida, amor, pero eso no es motivo para estar triste, sécate esas lágrimas y bueno si crees ahora en las palabras de tu amigo, piensa que todavía podrás verlo alguna que otra vez.
Aunque no podía escuchar lo que decían los enamorados la señora Soa se sentía agradecida con Mary, eso aplacó un poco el volcán que bullía en su interior.
La fila de personas formadas para darle un último saludo a Julio parecía interminable, llegaba el punto en el que se fundía la cantidad de personas con la blancura de las bóvedas donde se suponía que los ciudadanos de Celeste encontrarían por fin descanso.
Con el particular irrespeto que acarrea la ignorancia se encontraba sentado un niño de unos once o diez años sobre una bóveda, algo desconcertado y con una confusión latente en los ojos a todas luces, le preguntó a su madre:
_ ¿Mamá que es la muerte?
_ Es cuando se acaba nuestro tiempo de vida, porque algo superior lo ha decidido.
_ ¿Entonces… el loco era algo superior?
_ ¡El señor Julio! Solo estaba enfermo, y cuando la gente enferma de esa manera hace cosas sin sentido.
_ ¿Si hizo algo sin sentido, por qué hay tanta gente aquí?
_ ¿Recuerdas lo que paso esa noche? Pues de alguna forma el señor Julio le salvó la vida a mucha gente, es al que todos en esta ciudad le agradecen, y hasta el mismo cielo pareció hacerlo.
Para ese entonces ya la tarde había empezado a caer, la blancura de aquel desierto comenzó a mancharse de naranja, los cientos de estatus con forma angelical distribuidas por todo el lugar parecían más sombrías a cada minuto, como si se tratara de esos enigmáticos seres los cuales por algún motivo que hasta ellos mismos ignoraban, ya no pertenecían al cielo. De la misma forma fueron decayendo los ánimos de Sara Soa mientras pasaba el tiempo, ese que no perdona, pero que para ella parecía detenido. Ni siquiera le prestaba atención al hecho de que nadie le daba el pésame.