Ese chico siempre escuchaba música donde no la había. Siempre pasaba frente a mi, tarareando una canción que nadie mas podía escuchar. Casi como si la melodía viniera de adentro.
De un rincón risueño por momentos, triste en otros. Ruidoso, alegre, desenfrenado, e incluso, hasta un poco demasiado.
Cada que lo veo pasar nuevamente, me pregunto lo mismo. Si alguna vez, yo, escucharía música de la misma forma que el chico de verde, que mas que escucharla, parece sentirla.
Cierra los ojos cómo si no estuviera a dos pasos de una calzada repleta de carros, y mueve las manos hacia arriba, abajo, derecha, y luego arriba de nuevo. Nunca en el mismo orden, nunca con el mismo ánimo.
Los carros pasan a su lado, y el chico mueve todo el cuerpo al compás del aire. A mi lado Brannon se burla, «loco» lo llama, pero yo no consigo apartar la vista.
Su cabello, de un falso plateado, revuela el puente por el que ahora está pasando, y lo pierdo de vista.
Miro mis manos, callosas pero finas, y hago el intento de replicar lo que había visto. Justo al final de mis dedos, aparece un pedazo de madera que marca el ritmo de una orquesta invisible. Mi propia orquesta invisible.
Y justo cuándo estoy a punto de alzar mis manos, una mujer se acerca a mi puesto.
Desde ahí, sentada en una caja, tras una carretilla llena de coles, la atiendo con amabilidad. Justo como me enseñó mi padre.
Veo a la señora partir, y no vuelvo a pensar en la música. En el chico de verde. En mis sueños.
Los carros siguen pasando, y sólo la respiración de Brannon me recuerda el lugar donde estoy.
Quizás no ahora, pero algún día...«me prometo a mi misma». Algún día bailaré y cantaré tanto, que mataría a Brannon de risa.
Si, algún día... eso sería suficiente.