A veces el amor es como una sinfonía hermosa que, en su perfección, también se llena de notas discordantes. Son dos almas que, al encontrarse, se reconocen en la misma melodía, en el mismo pulso. Comparten los mismos sueños, las mismas risas, el mismo rincón en el tiempo. Se miran y sienten, con esa certeza que solo se revela a quienes aman, que han hallado su refugio. Y, sin embargo, como en toda sinfonía, hay instantes en que la armonía se pierde, en que el eco de un malentendido se transforma en una tormenta de palabras no dichas, de heridas invisibles.
Es entonces cuando ambos deben recordar que amar es también aprender a volver al silencio compartido. Es escuchar el eco de la discordia y, en lugar de huir, quedarse para comprender que las disonancias no son el fin de la melodía, sino parte de su riqueza.Aprender a respirar en medio de una discusión, a detener el paso antes de caer en el abismo de los reproches, a reconocer en los ojos del otro no a un adversario, sino a un compañero en esta danza de dos.
Porque el amor, al final, es un acto de humildad. Es tomar la mano de quien amas y decirle, entre susurros y miradas, que incluso en los desacuerdos, prefieres la paz que se construye juntos al vacío que deja la soledad del orgullo. Y así, paso a paso, se vuelve a la música, a la armonía, a ese lugar donde los dos vuelven a ser uno, fuertes y serenos, en una sinfonía que siempre encuentra su final feliz.